martes, 8 de julio de 2014

200 leguas de viaje intrauterino

200 leguas de viaje intrauterino



Caminando sobre las viejas calles de Lima nocturna. Las pequeñas gotas de garúas que se precipitan lentamente sobre las calzadas, le dan cierto brillo mágico y tenebroso. Este panorama daba la bienvenida tres jóvenes: Aldo, José y Juan. Estudiantes de periodismo, dispuestos a ser parte de una noche dedicada a los dioses hedonísticos.

Buscando historias crepúsculares












Llegando al clímax

Por: Aldo M. Gala


Cientos de devotos asisten puntualmente al templo del placer 
¡Hay chicas, hay chicas! Exclama en plena calle con moderado tono de voz un tipo de baja estatura vestido con ropas negras. Entre sus manos carga un talonario con boletos blancos. La entra al Clímax club está “dos luquitas no más”. Esto a pocas cuadras de la emblemática Plaza San Martín del centro limeño. 

Con el dedo índice señala de forma insistente la poca iluminada entrada principal. El local es en realidad el sótano del edifico Castillo, ubicado en la Av. Nicolás de Piérola. Sobre el dintel aun permanece pegado una placa con el número 611. 



Una serpenteante escalera nos invita a sumergirnos más y más en el submundo reinado por los excesos lujuriosos. Las paredes del estrecho pasaje están recubiertas con pedazos de sucios espejos, como para no reconocerse al enfrentase ante el reflejo.

Visitando el averno, entre ángeles y demonios 
La ensordecedora bulla martilla sin piedad los, ya, entumecidos oídos de los frecuentes asistentes. Ellos no se inmutan. Pareciera que mientras descienden van perdiendo, de forma progresiva, las facultades humanas, como si sufrieran una terrible metamorfosis cuya trasformación final es un ser mucho más pasional que racional. Al fondo se logra ver enloquecidas luces de colores que van de un lado al otro sin parar.

Varones de todas las edades entran y salen del local desde las 9 pm esperando con ansias locas el inicio del show femenino para liberar sus bajas pasiones.

Abajo aguardan los mozos como inquietas arañas listas para succionar el dinero de los incautos parroquianos. Ofrecen cervezas, vinos o alguna otra bebida con alcohol. Ellos llevan como distintivo camisa negra, pantalón oscuro y el cabello bastante erecto, por el uso excesivo de gel.

El Clímax club selecciona a sus trabajadoras a través de un casting
privado al dueño del local
Terminado el recorrido de las graderías, unos viejos sofás rojos se presentan ante la vista del público, encima de ellos se desparraman las figuras rollizas de algunas mujeres que laboran en aquel lugar. Sus diminutos trajes exponen el exceso de carnes en sus cuerpos brillosos. Cuatro o cinco de ellas están sentadas cómodamente platicando.

Un panel luminoso advierte sobre la prohibición de venta de licor a los menores de edad. El aviso está al costado de la barra. Los clientes se empiezan a reunir, cada uno acompañado por atrevidas señoritas, que de vez en cuando ensayan breves bailes eróticos para mantener consigo a sus hipnotizas presas.


Es sábado, el negocio es siempre más próspero los fines de semana. El sitio está lleno, unos sesenta y tantos sujetos abarrotan el local. Las mesas ubicadas en el centro del lugar están repletas con botellas de cervezas, alrededor suyo se encuentran jóvenes sentados con la mirada clavada en la pista de baile, en donde una delgada muchacha de tez morena se luce semidesnuda, contorsionándose alrededor un tubo metálico al ritmo de una suave música. 

“Algo para tomar: cerveza 8 soles, jarra de sangría con compañía 30 soles”. Grita con voz ronca uno de los tantos hombrecitos de negro. Mientras buscamos con la mirada algún sitio desocupado para poder sentarnos, hago un ademán con las manos para indicarle que aún no.   

En aquella guarida del desenfreno existen tres divisiones. La primera son mesas altas cercas a la barra. La segunda son los sofás, situados alrededor de las paredes y la última es una fila improvisada de bancos de plástico ubicados frente a la pista de pole dance. Si no hay dinero suficiente como para libar, la tercera opción es la indicada. Jalas tu asiento lo más cerca posible a la bailarina y listo a mirar el espectáculo. 

                                                    
Iniciando el ritual de la frenética danza sensual
Una larga fila se va formando cuando el evento empieza. Las luces bajan su intensidad, suena la entrada de la música y aparece en escena una diminuta mujer, cuyos zapatos altos interfieren en su modo de caminar. Comienza a mover el vientre desnudo y al compás de la melodía seduce al inerte palo de aluminio. En la primera nota alta el dijey libera gran cantidad de humo artificial, de un momento a otro todos se ven atrapados por bajo esta espesa neblina. Las caras inmóviles se proyectan cínicamente, idiotizados por el movimiento frenético de un cuerpo que juega a ser deseado. Los ojos de los espectadores se mantienen imperturbables. No están dispuestos a pestañar ya que ello implicaría perderse un segundo de tan “magno” evento.

A mi lado derecho un anciano negro, con el cabello ya emblanquecido  juega con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón mientras mueve sin control sus labios.

A la izquierda. Las torrenciales gotas de sudor se abren camino de entre los pocos pelos que le quedan a un tipo de aspecto grotesco. La nariz imponente y curva empequeñece aun más su tímida quijada. Su boca abierta delata su dentadura descuidada. Su piel excesivamente sudorosa empapa sus axilas mojando su camisa. En general, su rostro envilecido expresa la realización de sus más aberrantes fantasías. Solo cuando el sudor se filtra por la ranura de sus ojos éste trata de secarse usando la manga de su desgastada vestimenta.

Espectadores contemplando boquiabiertos
los sensuales movimientos de la danzante
Podría haber sacado con la mayor tranquilidad del mundo mi cámara fotográfica, enfocar los rostros de cada uno de los presentes y no se hubieran inmutado por ello. El único impedimento que encontré fueron los vigilantes ojos de los encargados de la seguridad. Por esta razón desistí de mi intento, sin embrago busqué y hallé otras alternativas aún más sutiles.
La sensual danza se va calentando y con ello el público va ocupando más y más los plásticos asientos.

La bailarina de turno baja del estrado para regalar caricias a los anonadados visitantes. Ella sabe que tiene el control. No va a saciar las necesidades de aquellos, tan solo las provocará más. Pasea con seguridad por las tres secciones jugueteando con uno y otro. Después de aquel breve tour de placer vuelve a su escenario para desprenderse de las minúsculas ropas que aun le quedan. 

Por el altoparlante se escucha al improvisado locutor anunciando a la siguiente coreógrafa: “A continuación el turno de Brenda, se va preparando Brenda”.

El show es muy interactivo.
Para quedarnos más cómodos mi grupo decidió sentarse en los sofás. Pedimos dos cervezas. Poco después sentí como una áspera mano toca mi brazo, pese a la escasa iluminación pude ver unos rechonchos y pequeños dedos: “me puedo sentar contigo” dijo. Antes de que pudiera contestarle ya estaba a mi costado. Sus voluptuosidades desafiaban la resistencia de sus microscópicas prendas. El color intenso del rojo en sus labios llamaba bastante la atención. Su oscura cabellera ondulante y salvaje caía como cascada tratando de cubrir sus grandes pechos. Linda, así dijo llamarse. Sabía que aquel no era su nombre real. Me quedé solo platicando con ella, mientras mis compañeros iban a merodear el recinto tratando de encontrar algún testimonio involuntario.                                                         
La manera peculiar de hablar y la forma redonda de su rostro moreno además de unos grandes ojos delataban sus raíces selváticas. ¡Eres de la selva, cierto! Le dije. Conforme escuchaba la afirmación sus pupilas se iban dilatando como si hubiese sido sorprendida en pleno acto ilícito. Sonreí al saber que estaba en lo cierto. Yo también lo soy, le dije.

Le comencé a hablar de aquel lugar mágico amazónico en donde pasé una de las etapas más hermosas de mi vida. Así la conversación se hizo más amena. Había roto el hielo. Empezamos a charlar con más soltura.

La noté relajada. Cogí sus manos de manera repentina para observarlas con mucho más detalle. Le dije que sus tenía unos dedos muy graciosos. Ambos  reímos. Entonces le pregunté por segunda vez su nombre. Un silencio se apoderó de aquel instante, ella miró por un momento al suelo y levantando la cabeza dijo: “Alejandra, así me llamo”. Natural de Bagua Alta. Llegó a Lima hace diez años. Dijo que tenía 27 años, pero con las mujeres eso de la edad nunca se sabe a ciencia cierta.

La fiesta empieza desde las 9 pm hasta las 7 am
¿Algo para la señorita?  Pregunta el mesero. Le digo que no. El tipo se agacha a la altura de mi odio y dice: “joven la compañía está 30 soles”. En todo este tiempo Alejandra se mantiene callada. De todas maneras el gasto por el acompañamiento ya estaba presupuestado. Le pedí una sangría, aun tenía las dos botellas de cervezas casi llenas. Al poco rato el menudo tipo regresó con la orden. Depositó el envase sobre la mesa y se retiró. Era una diminuta jarrita de cristal con forma femenina. Pregunté cuánto era lo que ella ganaba por aquella bebida, titubeo un poco y después dijo: “12 soles son para mí, el resto es para el dueño”.

Penas y alegrías... la  verdadera historia
debajo de las lencerías  
Todos los días sale de Villa el Salvador para trabajar en aquel lugar, con ello mantiene a su pequeño hijo de 3 años. Es madre soltera. Vive con su prima, una joven de 14 años (también de Bagua Alta), ella se encarga de cuidar del niño cuando Alejandra se ausenta para ir a trabajar a un “casino”. Lleva 2 años trabajando allí.




La curiosidad me hizo pedirle un sorbo de su bebida, me serví solo un poco. Lo probé, tenía un gusto muy desagradable y agresivo al paladar. Para empezar olía mal, el trago no tenía color uniforme y el sabor fue como si probaras una gaseosa vencida mezclada con agua de florero. Para suavizar el hecho le dije que sabía a chicha morada aguada. Miró aquel recipiente de vidrio y grito: “Lucho, Lucho cárgalo más”. El mismo muchacho que minutos antes nos había atendido se encargó de llevar aquella “bebida”. Cargar, me explicó ella, es poner más ron. Cuando regresó con el brebaje ya no quise probarlo.


Cuando termina el baile, la estrella de pole dance se pasea
 entre el público para recibir diversas propuestas
“En esta chamba se encuentra de todo.  Algunos solo quieren compañía. Otros se portan muy groseros. Unos cuantos son tímidos, y muy pocos son educados”.  Conforme hablaba su escasa bebida se iba desapareciendo. “Deberías venir al aniversario -me dijo-, ese día el ingreso es libre. Todas nosotras nos ponemos vestidos largos, como cenicientas. Hacen sorteos de “canastas etílicas”. El ambiente es muy bonito, decoran toooodas las paredes…  es el 30 de julio, me encanta ese día”. Parecía que la sola idea de aquella fecha tenía el poder para que aflore en ella una singular ternura.

Su bebida se había terminado hace ya buen rato, sin embrago seguía sentada y no paraba de parlotear, parecía no tener prisa. Hasta que… el supervisor pasó por nuestro lado y alumbra sobre la mesa con una pequeña linterna, de esas que vienen incorporadas en los encendedores. Ve que el licor se ha evaporado, le hace una señal con las manos, indicándole que se retire. Luego de ello se va.

Me encantaría seguir hablando contigo pero los encargados no permiten que uno se siente a la mesa sin su respectivo licor. Le dije: “Adiós señorita de los dedos graciosos”. Me miró y forzó una tibia sonrisa. Luego se marchó, bajando los brazos como ángel caído.

Pasado unos minutos más llegan mis compañeros  dispuestos a terminar con la cerveza que quedaba. En el escenario otra bailarina estaba iniciando su sexy ritual.   


Noté que algunas mujeres iban acompañadas por hombres hacia un ambiente apartado. Me paré y de forma disimulada traté de mirar lo que pasaba en el mencionado espacio. Era un amplio salón sin división que, en ese instante, acogía a más de cuatro parejas, las cuales se encontraban en pleno acto sexual en todas sus formas. Eran los llamados “servicios privados”. Este es el eufemismo que se emplea para maquillar, en algo, el impacto de la odiosa palabra “prostitución”. 

Poco más de 20 meretrices laboran en el Clímax, cada una con sus historias particulares, con sus sueños, sus penas, sus alegrías y sus lágrimas. Es muy fácil señalar con el dedo acusador cualquier acto impudoroso, criticar y darse golpes de pecho; pero quién realmente conoce las historias de aquellas mujeres... 

En estos night clubs se ejerce la prostitución. Bajo
el nombre de "privados"  jóvenes comercializan
sus caricias desde 50 soles
Antes de abandonar aquella gran cripta, decidimos visitar el baño. Para empezar no hay agua, la cañería oxidada denota una larga temporada de sequía. Un delgado canal recubierto con desgastadas losetas, recepcionan la orina de los hombres que producto de la embriagues riegan su meado fuera del sitio indicado. Salimos dispuestos a conocer más antros parecidos.



Amor Clandestino. Amor Ilegal. Amor Pirata
Por: Juan José Gómez


Afuera del local, en la acera, hay dos señoras sentadas: vendedoras de golosinas, cigarros y galletas. Están muy bien abrigadas, una de ellas lleva puesto un chullo azul marino y la otra mujer una chalina color crema con diseño de llamas.

Al frente observo un hotel de fachada blanca y con distintas líneas diagonales de color verde en la pared. Las ventanas son polarizadas, las cuales reflejan los edificios y las luces. El tamaño de la entrada es estrecha, encima de la puerta se aprecia un letrero con la inicial “H”, y más arriba aún una estrella, indicando la categoría y “el camino”. 

La calle está muy bien iluminada. Los serenazgos cumplen sus recorridos correspondientes. Avisan, con sus altavoces, que la gente no se aglomere en grupos, que caminen y despejen las esquinas, que avancen y no se detengan. “Dejen libres las calles, por favor”, se escucha por los parlantes del carro de los serenos.

Me siento en la vereda al lado de las señoras. Mantengo una distancia prudente para no levantar sospechas.Mi rostro, mis gestos y mi postura no colaboran. Pido una cajetilla de gomas de mascar. Pienso que puede ayudar a relajarme y a “aclimatarme”.


Saco mi móvil, la hora indica la 1:45 de la madrugada. Los ventarrones golpean. Es el momento indicado para entrar a un lugar más acogedor, “más calentón”. El acceso a la “cantina Naomi” es una cortina guinda que hace el papel de puerta. En las ventanas alrededor de la tela hay anuncios que indican que en este lugar también puede usarse tarjetas de débito y de crédito.
  
 Ingreso. Abro las cortinas. El humo característico de las discotecas también se hacen presente en la taberna, a consecuencia todo se ve borroso. Son dos niveles. En el primer piso está el bar. Hay un barman con su ayudante, ambos están vestidos con trajes negros y camisas blancas.

Además logro apreciar a mujeres sentadas en los distintos bancos ubicados al margen del bar. En una de las esquinas un hombre está besándose con una dama. Aquel hombre es gordo, de pelos y bigotes canosos. Lleva puesto una camisa roja y encima  una casaca de cuero; bastante abrigado para el ambiente. El clima es más generoso que afuera.

Y eso bien lo sabe la muchacha que lo está acompañando. Ella necesita estar más ligera para sentirse cómoda, al menos es lo que uno interpreta cuando la observa. Lleva una prenda interior muy sugerente y provocadora. Pequeña. Casi ya imperceptible. La tela es tan pequeña que se pierde entre las nalgas de la mujer. Y sí,su vestimenta sólo consiste en un brassier blanco –que cubre en casi nada sus senos-, aquella trusa y unos zapatos transparentes de tacos muy altos –exagerados.

El resto de sillas ocupadas por damas vestidas con trajes muy similares. Quizás varían en los colores y en algunos otros detalles, pero todas provocan lo mismo en los parroquianos que suelen visitar estos lugares: excitación, deseo sexual, imaginación, entre otras características no mencionables.

Hay una escalera en forma de caracol que conduce al siguiente nivel. La sorpresa que te llevas abajo ya es -algunos dirán gratificante, otros dirán motivadora-mucha. No llevo ni la mitad de la escalera avanzada y un señor que está bajando dice: “si van a consumir, siéntense. Sino avisen para llamar a los de seguridad”.


No sé si dirige a mi grupo y a mí o a los de adelante. Esa bienvenida al segundo piso me parece poco cortes. Faltando dos escalones opto por pegarme a la baranda. Aprecio todo el local en su dimensión: es pequeño a comparación del anterior. Adelante mío hay un joven con polo blanco. Se le nota desesperado y angustiado.

“Hay doy flaquitas que están buenas. La chinita y la chata que ahí está subiendo”, me dice y señala hacia abajo. En algo tenía razón, se puede afirmar que ambas, en cuestión claramente de belleza, eran las mujeres más agraciadas del local. Los cuerpos de ambas son los más asediados por los concurrentes.

“Mira, hace ya un buen tiempo,a ella, quiero tenerla como compañía, pero siempre para con esos viejos. Hasta el momento no la encuentro desocupada. Ojala que la próxima semana tenga mejor suerte”, cuenta el sujeto de nombre Jorge. Por lo que uno escucha y observa es sencillo concluir que acá es como en toda situación de la vida: quien tiene dinero dispone de lo mejor.

Luego de permanecer cinco minutos en el mismo lugar conversando con Jorge, este me propone que hagamos una “chanchita”-aportar todos algo de dinero- para sacar jarras de cerveza y, además, para sacar un par de chicas que nos hagan compañía. Le respondo que sólo veníamos para ver el espectáculo. Queríamos ver bailar a mujeres semidesnudas y desnudas.

¿Sabes si se van presentar?, le pregunto. Jorge, entre confundido y atareado por el clima, dice que “salen dos mujeres cada media hora, pero que tampoco son la gran cosa”. Y agrega: “igual no pasa nada. La gracia es que te acompañe una flaca, pero hasta por eso te cobran. La compañía de las mujeres está más cara que en las otras dos cantinas. Piden 50 soles y tienes que estar consumiendo cada rato para que no se marchen”. “Mejor me voy a “Las Cucardas” y me meto un polvo, me saldría más barato. Aparte estas mujeres dicen no tener sexo, máximo pueden ofrecerte un baile erótico en privado. Si no me crees mira adentro en los “espacios privados”, finaliza Jorge –más indignado no se le puede notar-.

Y razón tiene. Recorro todos los espacios del segundo nivel, me cercioro que todo lo que me ha contado Jorge sea cierto. 12 mesas, aproximadamente. Grupos de cuatro hombres por mesa, acompañados de dos mujeres a lo mucho. Todas están siendo utilizadas, las hembras y las mesas. A estas horas el alcohol ya ha hecho efecto en los visitantes. Me acerco mesa por mesa. Distingo rostros, mi mirada se va con la anatomía de las mujeres. Cualquiera es presa fácil en esos momentos y en aquel lugar.

Sin querer y sin intención alguna me asomo detrás de una triplay. No esperaba ver aquello. Aunque Jorge ya me lo había advertido. Hay un hombre sentado en un sillón y arriba de él una mujer de piel trigueña y de rasgos amazónicos. Se mueve como batidora. Y el tipo que parece embrujado disfruta de los movimientos. Estaban teniendo sexo, pero con ropa. El sujeto  deseaba con la agilidad de sus dedos desabrochar y desnudarla. Quería sentir y gozar por aquello que pagó. Quería hacer uso de su “mercadería”. Mientras que ella le prohíbe y lo frena en sus intentos. Él logra comprender. Ahora se limita a respetar el trabajo de la mujer.

Y realmente es lo que ellas quieren: respeto a su labor. Así me lo cuenta Jimena -una muchacha de 20 años, de rostro extremadamente maquillado, de nariz aguileña, de pelo lacio, de contextura gruesa y de senos planos- y de paso consolida lo que pienso: más que por un tema de gusto, ellas ejercen este laburo por necesidad y por la facilidad con la que se obtiene el dinero.

“La verdad es que nosotras acá sólo cobramos por  acompañar a uno o varios hombres. Y si quieres un baile fogoso pues tienes que pagar lo que corresponde”, me comenta Jimena. Pregunto: ¿Y si uno quiero tener sexo con una de ustedes, como se hace? “Yo no soy 
prostituta, solo soy una dama de compañía. Y creo que todas trabajamos así”, responde y zanja definitivamente nuestra tertulia.

El lugar se torna pesado, es como si todos empezasen a mirarnos sospechosamente. Sin consumir nada y con ya media hora adentro creo que no falta nada para que venga uno de los tipos de seguridad para echarnos de su cantina o su night club o, como muchos lo conocen, de su “a sol la barra”.

Vine a ver un espectáculo, pero nunca se presentaron las bailarinas. Quizás como hay pocas muchachas pues estas están entretenidas con el licor, el cigarro y el dinero de los parroquianos. Decido marcharme, la madrugada es joven. Hay más de estas cantinas por los alrededores de la av. Colmena cruce con Av. Tacna.

Había muchos de estos locales por Alfonso Ugarte, exactamente por Plaza Unión. Tres centros nocturnos que servían como fachada para la prostitución clandestina, donde la higiene era una tema intrascendente. Dejaron de funcionar por orden de Municipalidad Metropolitana de Lima. En sus portones han sido colocados muros de concreto con carteles que dicen: “clausurado”.

Antes de salir transito por última vez el escenario. Me cruzo con la vendedora de dulce, quien ha entrado al lugar en búsqueda de compradores. Pienso que ella si se gana el dinero con sudor de su frente, sin embargo las mujeres de acá también la sudan.

Siento su mirada juzgadora, entre indignada y compasiva. También denota molestia. Es como si tratase de recriminarme que hago en este sitio. Se preguntara: ¿este muchacho tiene la edad de mi hijo y viene por estos lares? ¿En búsqueda de que viene? ¿De amor, de cariño, de afecto? ¿Acaso no tiene una enamorada este jovencito? ¿Y si la tiene, viniendo acá la respeta?Trato de perderme entre mi grupo, intento obviar la mirada de la doña. Bajo los escalones, queriendo irme de este recinto. Vuelvo a divisar a las mujeres en el inferior. Y ellas también, eso creo, me observan. Reprochando, lo más probable, por tacaños y misios. Salgo de lugar, con la esperanza de encontrar un verdadero show.

Mis compañeros comentan que falta uno más. El que está en la esquina, dicen. Mientras nos dirigimos hacia allá, recuerdo la frase de un señor: “Susana Villarán me ha cerrado todos mi huecos, quedan pocos. Por eso no a la reelección. No a la Villarán. No a la Villarán”.


Me atraso en mis pasos, mis amigos entran primero a la última cantina. Me quedo un rato afuera y pienso lo que le pude decir al señor: si Susana te ha cerrado tus huecos, imagínate si tu mujer se entera de los sitios que visitas, te cerraría la puerta de casa. Y diría tu esposa: “no a la reconciliación”, “no al engaño”.


La imaginación es amplia y con ayuda del alcohol se fortalece. Me acuerdo de la letra de una canción de título “De vida ajena” que dice así: ojos de lujuria cual mercadería hostigan / ella espera la pregunta hasta que un mejor postor consiga / dueño de la calle pero no ya de su cuerpo / dueño de eso costo, pero no del que le han puesto… Reflexiono. Sin embargo, luego rio de solo pensar como la esposa botaría a aquel señor. Rio y luego ingreso a la cantina.


La poseída de una noche afrodisíaca


Joseluis Leiva R.

Apoyado en el portalón  y de cara a la calle, me ventilo para desimpregnar el tabaco de mis ropas. He tomado, pero me mantengo firme. Desde mis pupilas repaso el movimiento de las flexibles sombras, en mi mente escucho las conversaciones. El cansancio me engulle lentamente. Tras unos segundos mis ojos se rinden, pero logro esbozar una tenue sonrisa. Sumergido en mis recuerdos,  una noche placentera revivió.

Luego de visitar distintos antros, llegamos a “La Rumba”, un edificio gris de larga existencia levantado en una esquina donde se suele dejar  basura. La única ventana que tenía estaba quebrada, así como sus paredes, infestadas de grandes manchas que le daban un aspecto enfermizo.

Desde el umbral se observaba nada. La oscuridad era absoluta. Pero la música hacía presagiar una gran fiesta.  Los conserjes, un delgado de anteojos y un bigotón de vientre exagerado, me invitaron a pasar, luego de asegurar que el ingreso era libre.

Tras cruzar el portalón, apareció un pasadizo que me obligaba  a doblar hacía la izquierda. El olor a tabaco se acrecentaba con cada paso.  Una nueva abertura sin puertas se iluminaba por una bombilla de ligero resplandor. Solo a pocos metros, una mujer con minifalda era alcanzada por esa tenue luz. Intercambiamos miradas. Me escaneó de arriba abajo y con una extraña sonrisa de dijo “adelante”.

El recinto era oscuro. De los cuatro focos que tenía, solo funcionaban dos. Las mesas estaban desordenadas al igual que los ocupantes. El descuidado bar llevaba por nombre “El granjerito Chicken” y contenía una montaña hecha por cajas de cerveza.

Sin embargo, lo que llamaba mi atención estaba al costado de la rockola. Una tarima  lustrosa con una barra al centro lucía vacía a mi izquierda. Usualmente estas barras están compuestas de latón, lo que genera más fricción y permite un fácil agarre con las manos y piernas para la producción del sensual estilo de baile.

Muchos visitantes ya estaban ebrios. La mayoría era acompaño por una dama de cortas prendas, muy guapas además. Al lado del bar se había formado una hilera de bancas, en donde esperaban unas 6 o 7 señoritas, todas con un acecho encantador.

Al parecer la ronda de baile había culminado, así que tendría que pasar media hora para poder deleitar a mis ojos. Decidí entonces, regresar a la entrada principal. De cierto modo, los sujetos que me recibieron me deban confianza.

Don Miquel, trabaja en “La Rumba” desde hace 7 años. Su primo, el lánguido y de anteojos Raúl lo visita todos los fines de semana o los días que puede, porque sabe que encuentra trago gratis.

“Este es un aprovechador sobrino. Como sabe que  a veces me jalo unas chelitas, siempre viene para recordar los viejos tiempos. Y yo no lo puedo evitar. Cuando habló de mi Trujillo siempre tienen que acompañarme mis aguas”, cuenta entre risas Miguel, quien tiene 58 años.

Sin embargo don Raúl se defiende y dice que viene a ver las bellezas que danzan aquí y claro, de paso saluda a su primo.

“Ja, ja, ja. Todavía que te visito gordo, rajas. Yo vengo para ver a las flaquitas, justo hoy dos nuevas se estrenan. Están más buenas… especialmente una que tiene un tatuaje en toda la barriga. Ya la verás sobrino. Creo que ya le toca bailar”.

Don Miguel agrega que las nuevas jovencitas, Celeste y Brisa pasaron el casting la semana pasada. Ambas impresionaron al jurado por su belleza y la flexibilidad de su cuerpo, justamente los requisitos para ingresar a laborar en este “prestigioso local”.

Reingresé a “La rumba” al escuchar canciones de rock suaves. Ahora había 11 chicas en hilo y sostén que transitaban por entre las mesas. Los parroquianos les tocaban las nalgas al tiempo que las invitaban a sentarse  sobre sus muslos. Desde un lejano parlante, la voz gruesa de una señorita invitaba a Nuria al estrado.

Me acomodé en la meza para dos, al frente de la rockola, al frente de la barra. Nuria subió con delicadeza. De un momento a otro, todos los vasos quedaron sobre la madera con patas. Dos sujetos se pararon a mi espalda. También estaban a la expectativa.

La exuberante mujer empezó a ondular su cuerpo al ritmo de “Como yo nadie te ha amado”  de Bon Jovi. Lento se agachaba y daba un par de vueltas en el tubo. Las personas solo silbaban y exigían que se quitara el calzón de una buena vez. Entonces Nuria  recogió “jabón” de espaldas al público.

La mayoría se mojaba los labios. Sacaron la lengua cuando vieron el pecho descubierto de la joven, quien dio  dos vueltas agarrada de la barra para luego aferrarse a la pared y resbalar como una gota de agua.

Cuando por fin se deshizo del hilo que remarcaba la división de sus glúteos, empezó a acercarse a cada uno de los impacientes hombres de la primera fila. Los acarició y se dejaba palpar. Al terminar la canción regresó a la tarima, se “vistió” y se encaminó hacia  la hilera de damas de donde había salido.

En tanto, los dos hombres a mi espalda  lanzaban piropos a la dama que acabada de sentarse. “De todo mami”. Yonny y Luis se conocieron en este antro hace 10 años, cuando llevaban pocos tiempo de casados.


“Nos conocimos por puteros. Aquella vez fuimos los últimos en salir de aquí. Estábamos rodeados por 5 flacas, todas con pantalla de 50 pulgadas. Entre tragos y risas nació la amistad, chino. Incluso dentro de semana y de vez en cuando comemos aquí, porque este gordo es un chiste. Me alegra el día”, cuenta en altavoz Luis, quien es economista.

Yonny, pasado de copas, solo atina a reírse y a levantar su vaso. “Salud hermano”. En seguida compra cinco cervezas, las destapa todas y me sirve en una enorme taza. “la casa invita, socio”.
Me costó creer que “La Rumba” hacia también de restaurante. “Los dueños quieren sacarle el jugo a su local, pues chino. Como cualquiera”. Eso explica el nombre de “El granjerito Chicken”, el Rótulo que utiliza el local para ofrecer menú.

A la barra pasaron muchas jovencitas. Todas con la misma mecánica. Un simple baile que las obligaba a despojarse de sus prendas. La gente seguía tomando, la rockola parecía brillar. Mis acompañantes perdían el equilibrio con el pasar de los minutos.

Justo cuando empecé a sentir una pesadez en el cuerpo, la voz del parlante anunciaba en ingreso de otra señorita. No escuche bien el nombre. Sin embargo una sensación me advertía lo venía.

Desde lo más recóndito del antro, una atlética mujer caminaba cual modelo. Pese  a que estaba lejos, la crema perfumada que cubría su esbelta figura me hacía flotar. Su lacio cabello, sus anchas caderas y su delicada espalda  le daban el porte de una doncella. Con poca iluminación, la mujer que llevaba un una rosa junto a una mariposa tatuada en el vientre, brillaba con luz propia.

De manera excepcional, la base del estrado resplandeció apenas ella puso el pie. ¡Pero, si parece una niña! Su rostro era delicado y tenía una mirada inmaculada.  Los parroquianos alejaron a sus acompañantes tras ver tanta belleza. Celeste había entrado para elevar la imaginación hasta el infinito.

Las luces empezaron a parpadear. En el salón se hizo un silencio rotundo. En todo el lugar retumbó el comienzo de la canción What's Love Gotto Do withIt de Tina Turner. Lo que sucedió a continuación parecía una placentera agoníauna posesión, un tributo a la lujuria.

Celeste, con los ojos cerrados, se dejaba arrastrar por el pausado ritmo de la canción. Se tomaba de la barra y ondulaba su cuerpo. Se acariciaba con delicadeza desde el rostro hasta los pies. Los espectadores parecían perros encadenados por un mínimo de respeto.

El trigueño cuerpo de la mujer ahora estaba tendido en la tarima, retorciéndose placer, de espaldas al público. Arrodillada empezó  bajarse las tiras del sostén, sin embargo las dejo a mitad del hombro. Se levantó y colocó las piernas entre la barra y con un movimiento de oruga ascendió. Su cuerpo se tonificó aún más por el esfuerzo. Ya se notaba pezón derecho. Las miradas la recorrían y el pensamiento se encargaba de hacerle el amor.

Desde la cumbre del tubo  abrió las piernas. El triángulo que se formaba, cubierto por una delgada tela, dejaba entrever la ausencia de vello. Comenzó a enroscarse en el latón y como una serpiente descendió lentamente, con los brazos abiertos y valiéndose de los muslos para quedar suspendida, por un efímero momento.

Cuando volvió a tierra, continuó con su agonía. Poseída por el deseo, salió de la plataforma. Y caminó por entre las mesas hasta llegar… ¡ahí viene! Colocó mi mano derecha sobre su hombro y me obligó a quitar por completo lo que cubría sus senos. Tras ello, Celeste me dio la espalda y agarrándose de mi nuca empezó a serpentear. Por un momento sentí que me fundía con ella. 
El aroma de su piel me había dejado en el limbo. Hizo lo propio con otras dos personas. La canción se terminó, las luces se apagaron y la mujer del tatuaje, entre aplausos, se perdió en la oscuridad. Curiosamente, mis ocasionales compañeros, Luis y Yonny, se habían ido al baño, justo cuando el baile había terminado.

Empecé a tener una sensación de cansancio, pero todo ello se esfumó cuando la miré de nuevo. Ahora Celeste  se cubría con un vestido blanco y cruzó ante mí con una dulce sonrisa, con dirección al pórtico. Tras pensarlo unos segundos decidí seguirle el paso. Pero al llegar al inicio del pasaje, observe desde la penumbra a un vehículo que abría sus puertas para que ingrese una hermosa señorita. Al cabo de unos minutos escuché el rumor de  un auto perdiéndose en las avenidas. 

En ese momento saqué mi celular. Eran las 5 con 13 de la mañana. Me sentía hecho de tabaco así que salí un momento. Don Miguel y su primo Raúl no estaban.  Así que ocupé sus lugares. Me había apoyado en el portalón cuando se dibujó una tenue sonrisa en mi rostro: un placentero recuerdo había revivido.









No hay comentarios:

Publicar un comentario